domingo, 23 de noviembre de 2014

A la mesa con AI WEIWEI

Antes de empezar, debo reconocer algo: hasta hace unos meses no soportaba a Ai Weiwei. No sé de dónde venía mi desgana hacia él, totalmente injustificada. Supongo que no es como con Jeff Koons, que me podría pasar horas tirando por tierra sus propuestas. Diría que no me había acercado lo suficiente a él como para que me atrajera. O que me enervó su última polémica con unas vasijas de la dinastía Han. Da igual. El caso es que, aprovechando la exposición On the table. Ai Weiwei, que puede visitarse actualmente en La Virreina, Centre de la Imatge (Barcelona), decidí pasarme por allí para darme cuenta de que su faceta como artivista me fascina.

Descubrí que Ai Weiwei es totalmente directo y sin tapujos. Su imagen, sobre todo la de las fotografías de los últimos años, desprende un carácter tan desafiante que a mí particularmente me atrae. Es por ello que debo destacar la instalación Cao. Aparentemente, nos encontramos con una sala decorada con papel pintado y lo que podríamos definir como una manta escultórica que imita la hierba. Si nos acercamos a las paredes, vemos que los dibujos del papel son, en palabras de los textos de la exposición, «el brazo con el dedo del corazón irreverente y desafiante». Vaya, un corte de mangas de toda la vida. Resulta hilarante descubrir que la palabra cao en chino significa hierba, pero es homófona de lo que en inglés equivale a fuck. Entonces empiezas a ver como del suelo se levanta una escultura que dice «¡jódete!». Pero Ai Weiwei no se dirige al espectador que decide contemplar su obra sino a las instituciones y los imperativos que se imponen al artista y al visitante para crear una imagen borrosa de la realidad. 

Ai Weiwei
Cao
2014

Así se mueve por el mundo, injuriando contra todo lo que se encuentra. Volvemos a encontrarnos con este motivo en la serie Study of Perspective, 1995 – 2011. Durante todos esos años, justo antes de ser detenido por el gobierno chino, Ai Weiwei estuvo viajando a diversas ciudades y retratando lugares muy conocidos junto a su «dedo del corazón irreverente y desafiante». De esta forma ataca al gobierno de su país, al de Alemania o al de Estados Unidos, se revela contra el pasado clásico en el Coliseo romano, se queja de la masificación turística frente a la Torre Eiffel, se ríe de las imposiciones canónicas del Guggenheim de Nueva York e incluso critica el pasado fascista español que se conserva todavía en el Valle de los Caídos. Ai Weiwei no deja títere con cabeza en una ayuda a las personas para que reflexionen sobre lo que les envuelve, para que piensen por sí mismos y tengan consciencia de sus derechos fundamentales. «La libertad conlleva el derecho a cuestionarlo todo.»

Ai Weiwei
Study of Perspective, 1995 - 2011

Como avanzaba antes, su constante crítica a los imperativos institucionales provocaron que el gobierno de China encarcelara al artista por denunciar la sumergida dictadura que todavía dirige la nación. Ai Weiwei es de los pocos que ha intentado que el pueblo chino conozca las imágenes de los sucesos de la plaza de Tian’anmen, ya que quince años después parece ser una información desconocida para la gran mayoría de la población. Esta intensa denuncia es lo que provoca la gran cantidad de documentales que pueblan la exposición. Es clave el llamado Ai Weiwei’s Appeal ¥15,220,910.50, donde se habla de su detención de 81 días durante 2011 porque fue acusado de cometer fraude fiscal a través de su estudio. El número de yenes corresponde a la contribución económica que miles de personas de alrededor del mundo aportarían para pagar su fianza. A día de hoy, el caso ha quedado en el aire sin resolver. Se pone de manifiesto, una vez más, la grave falta de democracia en China, la incompetencia del funcionariado estatal y el silencio de los principales gobiernos mundiales.



Es reconfortante llegar al final de la exposición y poder sentarse en las mismas sillas y frente a la misma mesa del estudio de Ai Weiwei. Este lugar es el que justifica el título de todo el recorrido. Tras hacer una visita ciertamente cruda sobre la falta de libertades en su país natal, el artista nos permite sentarnos a su mesa como si fuéramos uno más. Pero él no está, sigue retenido en China, desde donde mantiene difíciles contactos con agentes de todo el mundo que se dedican a mantener vivo su artivismo. Es el perfecto lugar para sentarse a reflexionar con los que nos hayan acompañado o, como en mi caso, si hemos ido solos, debatir interiormente o con desconocidos lo que acabamos de ver. Es de agradecer que Ai Weiwei cumpla con lo que propone: no se limita a denunciar sino que actúa para que las cosas cambien, cueste lo que cueste. A pesar de no estar sentado en esa mesa con nosotros parece decirnos «muévete ya o acabarás tan pisado como los demás.»

Charlie W.


La exposición On the table. Ai Weiwei puede visitarse en La Virreina, Centre de la Imatge (Barcelona) hasta el 1 de febrero del próximo año.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Algunas palabras sobre ESTHER FERRER

«No he hecho nada para recibir este premio, no entiendo por qué me lo dan. Sobre todo, porque soy muy crítica con la desastrosa política cultural del Gobierno.» Así de sorprendida se declaraba esta semana Esther Ferrer a El País, tras obtener el Premio Velázquez de las Artes Plásticas «por la coherencia y el rigor de su trabajo durante cinco décadas, en las que destaca como una artista interdisciplinar, centrada en la performance y conocida por sus propuestas conceptuales y radicales.» Es el Ministerio de Educación, Cultura y Deporte el encargado de otorgar este galardón. La misma entidad que se está dedicando a derrumbar los pilares fundamentales de nuestra sociedad, creando autómatas sin cerebro ni corazón, obedientes y vacíos. Pero no nos pongamos tensos. Aprovechando la ocasión, dedico la entrada de hoy a repasar algunos aspectos de la carrera de Esther Ferrer que me han ayudado a pensar el arte con un enfoque distinto. Debo decir que no la conocía tanto como a otros artistas sobre los que he hablado aquí y ha sido un placer descubrirla otra vez.

Llegué a ella a través de una de sus primeras y más conocidas acciones, Íntimo y personal. Con estas palabras escritas sobre su cuerpo desnudo, la artista permitía que los participantes midieran partes de su cuerpo, del de ellos mismos y del cuerpo de los demás. Todas las medidas iban siendo apuntadas. Los números resultantes podían sumarse, dibujarse en el suelo, quemarse o no hacer nada y marcharse de la performance. Se deriva de ello lo innecesario del absoluto control sobre el cuerpo. Si vamos al contexto –final de los años 70– entendemos que Esther Ferrer fue una de aquellas primeras que se dio cuenta de la obsesión de las personas por ellas mismas y de lo improductivo de este acto. Por tanto, el largo del índice derecho o la circunferencia craneal no nos indica absolutamente nada. Son puros datos que no deberían tener implicación en el desarrollo interno del ser y en la relación con los otros.

Esther Ferrer
Íntimo y personal
1990

Supongo que esta performance en concreto es tan conocida porque en ella se muestra gran parte de lo que propondría la artista en posteriores creaciones. Esther se define como minimalista, intentando reducir al máximo los objetos que aparecen en sus acciones, haciendo que su cuerpo sea el único conducto entre ella y el público. Es la pobreza de materiales lo que la lleva a conseguir una riqueza de contenido. Se desprende de todo para despejar cualquier duda sobre lo que quiere dar a entender. Además, considera que el soporte modifica el concepto. Por eso podemos ver una misma obra con diferentes versiones producidas por los cambios de soporte que Esther aplica. Es el caso de Recorrer un cuadrado de todas las formas posibles, que con motivo de la exposición En cuatro movimientos (Museo Artium de Vitoria, 2011  2012) se encontraría en el espacio físico, en los muros, sobre dibujo y performativamente.

Tanto Íntimo y personal como Recorrer un cuadrado de todas las formas posibles nos llevan a otra de las constantes de la obra de Esther Ferrer: la repetición. En el caso de la primera propuesta, 1977 sería su origen pero, si no me equivoco, a día de hoy la sigue realizando. Si no es así, hasta hace pocos años todavía la repetía. En el caso de la obra del cuadrado, es el acto de recorrerlo de todas las formas posibles lo que genera nuevas obras. Con la repetición se encarga de provocar nuevas experiencias porque repetir es volver a hacer pero siempre de forma distinta. Siempre hay una variable que provoca un cambio en la obra. Esto liga con la idea que tiene Esther Ferrer de la performance: arte del tiempo, del espacio y de la presencia. Estos tres componentes son los que van a provocar que una acción se realice de una determinada manera y los cambios en ellos lo pueden modificar todo.

Esther Ferrer
Recorrer un cuadrado de todas las formas posibles
1997
Si eliminamos la presencia, la performance desaparece –bajo el punto de vista de Esther– y nos queda la instalación, campo donde también ha ahondado. A mí me gustaría destacar las que ha dedicado a los números primos. «Lo primero que sorprende cuando se comienza a trabajar con la serie de los números primos es que –cualquiera que sea el sistema utilizado– el resultado es siempre equilibrado, hermoso, y lo segundo que cuanto más grande es la obra, es decir, cuanto más números la forman, más interesante es la estructura, nunca simétrica, siempre en movimiento. Por ello siempre he pensado en realizar obras monumentales como suelos, muros, tapicerías, etc.» Con esta afirmación nos acerca la artista a su intento de materialización de los números primos. A través de ellos ha creado instalaciones de cuerdas donde conecta unos con otros, dibujos en los que se crean conexiones que se equilibran y suelos que responden a una lógica cósmica. Esther Ferrer ha visto en estos números la poética del caos universal, un alboroto de puntos que en conjunto parecen ordenados y estables.

Ésther Ferrer
Instalación basada en la serie de los números primos
1996

Se aleja esta práctica de lo que comentábamos al principio, cuando la artista formaba parte del grupo ZAJ, surgido en plena dictadura franquista con la intención de experimentar en el happening y la performance y con una gran influencia del movimiento Fluxus de John Cage. Ahí es donde también observamos una vertiente de Esther Ferrer, la que crea un arte comprometido con pinceladas de ironía. Su trayectoria no mantiene una constante crítica con los sucesos mundiales o nacionales pero sí deja entrever intentos de motivación del pensamiento sobre el cuerpo, la edad o el paso del tiempo. En Esther Ferrer vemos una artista polivalente, un manso río constante de reflexión y de reflexión sobre la reflexión. Esther es una línea que avanza, se retuerce sobre sí misma, vuelve a comenzar, se corta, salta y se bifurca. Es como el rizoma de Deleuze, un punto del que salen múltiples raíces, pudiendo afectar e incidir sobre las otras, expandiéndose en el tiempo y el espacio, como los números primos.

Charlie W.


Para empezar a profundizar en Esther Ferrer, recomiendo una breve pero interesantísima entrevista que se le realizó en el año 2012 a la artista en el programa Metrópolis de La 2.

domingo, 9 de noviembre de 2014

“Magical Girl”, análisis de rearme de un puzle cinematográfico

Lo que van a leer a continuación no es un simulacro. He decidido lanzarme al análisis de cine. La obsesión que me provocó el visionado de Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) hace un par de semanas, me pide que escriba sobre ella. Es una pieza de arte completa y perfecta de la que necesito decir algunas cosas. Es por ello que advierto –para que luego no haya afectados– que voy a describir muchas escenas de la película. Así que recomiendo verla antes de leer lo que viene ahora, sobre todo porque no me voy a dedicar a narrarla. No hace falta añadir que todo está al servicio de mi libre interpretación. Dicho queda.

Para ponernos en situación y por si todavía queda alguien al que sobrepasan las ganas de leer esto antes de visionar la película, debemos recordar a Luís (Luís Bermejo) profesor en paro y padre de Alicia (Lucía Pollán) que intentará satisfacer uno de los deseos de su hija afectada por un cáncer terminal: conseguir el tremendamente caro vestido original de la serie de anime Magical Girl. El azar, el destino, la casualidad o algún ente superior, dejará involucrados a Bárbara (Bárbara Lennie) y Damián (José Sacristán) en un terremoto de chantajes.

Me gustaría comenzar por el momento en que los dos polos de la película quedan conectados: mientras que Luís intenta asaltar una joyería, Bárbara le vomita encima desde el balcón de su casa, producto de un intento de suicidio con la ingestión de multitud de pastillas. Es así como la relación sexual que se acaba provocando entre ellos dos llevará a Luís a chantajear a Bárbara con mandarle el audio de lo que han hecho esa noche a Alfredo (Israel Elejalde), el marido de ella. Justo antes de no dejarnos ver como se acuestan, Luís la intenta besar y ella le frena. Aquí parece que se esté diciendo al espectador que el sexo en esta película entre estos personajes es únicamente necesario para lo que debe venir después, nada más. Por eso se pasa directamente de ahí al momento por la mañana en qué Bárbara se despierta sola. No vamos a ver otra escena de sexo al uso, simplemente debe resolverse con ello.

Hay otro momento, antes de este, en el que el director parece volver a dirigirse al espectador: unos amigos visitan a Bárbara y Alfredo y dejan que ella coja al bebé. Sujetándolo, se da la vuelta, la cámara la capta de espaldas y ella comienza a reír. El público se altera, sabe que algo está a punto de hacer. Hasta que Bárbara vuelve a girarse y les dice a los demás, como si nos dijera a nosotros, algo así como «No puedo dejar de pensar la cara que pondríais si lanzase al bebé por la ventana». Así que, desde un principio, Vermut nos está asegurando que va a hacer con nosotros lo que quiera y que nos tiene controlados. Es la voz del director que pasa a través de la actriz para advertir que no hay nada dicho hasta que ocurre y que esta no es una película corriente de sucesos estereotipados.

Volviendo a lo que decía antes, hay más de un momento en el que no se muestra lo que pasa. Es el caso de las visitas de Bárbara a la casa de Oliver (Miquel Insua), algo así como un millonario que tiene un lugar en el que se puede ganar mucho dinero a cambio de sexo sin medida. En dos ocasiones se nos lleva allí y en ningún momento vemos nada más allá de las puertas donde supuestamente ocurren escenas de un sexo terriblemente violento. El espectador agradece que no se muestre porque no es necesario, generaría un morbo peyorativo. Poder extraer conclusiones que aparentemente son sencillas ayuda a la conexión entre el que ve y lo que se está viendo porque nunca se rompe el flujo de pensamiento.

Es precisamente en esa casa donde nos vuelve a hablar Vermut de la misma forma en qué lo hace previamente en casa de Ada (Elisabet Gelabert), la mujer que pone en contacto a Bárbara con Oliver. La primera vez que las dos mujeres se ven, Ada le dice a Bárbara que le gusta su nueva herida, la de su frente, la que le acompaña toda la película. Y es eso lo que piensa el espectador cuando se la hace. Pero ya volveré luego a ese momento. Lo que relaciona el comentario de Ada con la casa de Oliver es que será allí donde veamos a Bárbara desnuda, llena de cicatrices, de cortes, de heridas, y será cuando pensemos cómo diablos nos puede sorprender esa imagen si es evidente que se autolesione. Vermut parece decir «¡Espectador! ¡Te ha encantado esa cicatriz de la frente de Bárbara y, sin embargo, te ha dolido su cuerpo enteramente herido! ¡Bobo! ¿Cómo puede ser que no te hayas dado cuenta?».



Carlos Vermut parece tomar unos personajes totalmente almodovarianos que nos sorprenden como lo hace el cuerpo de Bárbara cuando no debería ser así por las cualidades que remarca el director de ellos: Ada, como mujer lesbiana casada de una edad relativamente avanzada; Alicia, una niña con leucemia con el pelo extremadamente corto y vestida de personaje de anime; Oliver, un millonario en silla de ruedas; o Pepo (Javier Botet), el drogadicto afectado por el Síndrome de Marfan –cosa que no se comenta en el film–. Lo que quiero apuntar es que incluso en los personajes se detiene Vermut para decirle al espectador que sí, que son particulares, pero que son más reales incluso que los protagonistas.

Regresando a lo que decía antes, está claro que la escena en qué Bárbara se hace una brecha en la frente contra el espejo de su casa es una de las motivaciones de toda la película. Es bellísimo verla sangrar, tirada en el sofá, a punto de decidir suicidarse, mientras escucha Niña de fuego, una canción que Manolo Caracol le cantaba a Lola Flores y que Vermut descubrió en una versión de Pony Bravo –una muestra más del tremendo conocimiento de la cultura pop del director–. Esa herida es la culpa, es la marca en la frente de Caín por la que nadie pudo matarlo pero que supuso el martirio hasta su muerte. Bárbara está marcada desde el inicio por algo que va a suceder. Cada una de las marcas de su cuerpo simboliza la culpa de todo el mal cometido.

Es ahí donde se canta «mujer, que lloras y padeces, te ofrezco la salvación». Ese es Damián cantándole a Bárbara, su antiguo profesor, al que dejó en ridículo ante toda la clase, pero que ha estado toda la vida obsesivamente enamorado de ella. Por eso la creerá cuando le dice que ha sido Luís el que casi la mata. Y por eso decidirá matarlo a él. Y Luís cometerá el fallo de reconocerle a Damián que Bárbara se acostó con él libremente. El viejo profesor no puede soportar que su amada alumna, la que seguramente nunca le ha dejado tocarla, se haya acostado con un cualquiera. Damián mata a Luís y al dueño del bar y a un hombre que había allí viendo el fútbol… y a Alicia, para salvarse a sí mismo de Bárbara, para que lo lleven de nuevo a la cárcel y escapar de la niña de fuego que lo lleva martirizando toda la vida.

Porque llegamos a descubrir que la película no es más que una historia que se repite, que Damián ya había estado en la cárcel. Intuimos que por matar a otro hombre, quizás otro inocente que pasó por la vida de Bárbara y que ella decidió que tenía que desaparecer. En la presentación de esta neurótica vemos como su marido le dice que es una niña caprichosa y tonta. Si el capricho de Alicia era un vestido, el de Bárbara es la destrucción de los hombres que ella decida. Por si no hubieran suficientes paralelismos entre Alicia y Bárbara y entre Luís y Damián, recordemos como la niña manda una carta a la radio, dedicada a su padre, donde le dice que los hospitales le gustan porque cuando despierta, su padre siempre está a su lado. Cuando Bárbara es supuestamente apaleada en casa de Oliver, Damián es el que la encuentra, el que la lleva al hospital y el que está a su lado cuando abre los ojos. Si Bárbara estaba casi muerta en el rellano del edificio de Damián, también lo estaba Alicia cuando se desmaya al empezar la película y Luís la encuentra tirada en el suelo.



De principio a fin, la película queda hilada. La niña Bárbara escribió en una nota que su profesor Damián daba pena. Él pide que se la entregue pero la niña la hace desaparecer. O se esfuma, no lo sabemos. Al final, Bárbara le pedirá a Damián que le entregue el móvil con la prueba de su adulterio. Y este también lo desvanecerá. Es esa la niña mágica, la magical girl. No sé si quiero expresarlo así pero aun cometiendo la culpa, Bárbara queda salvada. Luís, que una vez encontró una pieza de puzle que correspondía a uno que estaba armando Damián, es el que acaba sufriendo el peso de una Ley que va más allá de la película. Por una sola pieza que se pierde, Damián desarma todo su puzle como si su mundo se derrumbara. La última pieza nunca llega a encajar, un elemento que queda suspendido para que el espectador pueda seguir cavilando sobre lo que acaba de ver a pesar de estar sobrecogido por lo que se le acaba de contar. Así debe ser el cine como objeto del arte, un puzle que estalla justo antes de que lo hayamos armado.


Charlie W.