Lo que van a leer a continuación no es un simulacro. He decidido
lanzarme al análisis de cine. La obsesión que me provocó el visionado
de Magical Girl (Carlos Vermut, 2014) hace un par de semanas, me pide
que escriba sobre ella. Es una pieza de arte completa y perfecta de la que
necesito decir algunas cosas. Es por ello que advierto –para que luego no haya
afectados– que voy a describir muchas escenas de la película. Así que
recomiendo verla antes de leer lo que viene ahora, sobre todo porque no me voy
a dedicar a narrarla. No hace falta añadir que todo está al servicio de mi
libre interpretación. Dicho queda.
Para ponernos en situación y por si todavía queda alguien al que
sobrepasan las ganas de leer esto antes de visionar la película, debemos
recordar a Luís (Luís Bermejo) profesor en paro y padre de Alicia (Lucía
Pollán) que intentará satisfacer uno de los deseos de su hija afectada por un
cáncer terminal: conseguir el tremendamente caro vestido original de la serie
de anime Magical Girl. El azar, el destino, la casualidad o algún ente
superior, dejará involucrados a Bárbara (Bárbara Lennie) y Damián (José
Sacristán) en un terremoto de chantajes.
Me gustaría comenzar por el momento en que los dos polos de la
película quedan conectados: mientras que Luís intenta asaltar una joyería,
Bárbara le vomita encima desde el balcón de su casa, producto de un intento de
suicidio con la ingestión de multitud de pastillas. Es así como la relación
sexual que se acaba provocando entre ellos dos llevará a Luís a chantajear a
Bárbara con mandarle el audio de lo que han hecho esa noche a Alfredo (Israel
Elejalde), el marido de ella. Justo antes de no dejarnos ver como se acuestan, Luís
la intenta besar y ella le frena. Aquí parece que se esté diciendo al
espectador que el sexo en esta película entre estos personajes es únicamente
necesario para lo que debe venir después, nada más. Por eso se pasa
directamente de ahí al momento por la mañana en qué Bárbara se despierta sola.
No vamos a ver otra escena de sexo al uso, simplemente debe resolverse con
ello.
Hay otro momento, antes de este, en el que el director parece
volver a dirigirse al espectador: unos amigos visitan a Bárbara y Alfredo y
dejan que ella coja al bebé. Sujetándolo, se da la vuelta, la cámara la capta
de espaldas y ella comienza a reír. El público se altera, sabe que algo está a
punto de hacer. Hasta que Bárbara vuelve a girarse y les dice a los demás, como
si nos dijera a nosotros, algo así como «No puedo dejar de pensar la cara que
pondríais si lanzase al bebé por la ventana». Así que, desde un principio,
Vermut nos está asegurando que va a hacer con nosotros lo que quiera y que nos
tiene controlados. Es la voz del director que pasa a través de la actriz para
advertir que no hay nada dicho hasta que ocurre y que esta no es una película
corriente de sucesos estereotipados.
Volviendo a lo que decía antes, hay más de un momento en el que no
se muestra lo que pasa. Es el caso de las visitas de Bárbara a la casa de
Oliver (Miquel Insua), algo así como un millonario que tiene un lugar en el que
se puede ganar mucho dinero a cambio de sexo sin medida. En dos ocasiones se
nos lleva allí y en ningún momento vemos nada más allá de las puertas donde
supuestamente ocurren escenas de un sexo terriblemente violento. El espectador
agradece que no se muestre porque no es necesario, generaría un morbo
peyorativo. Poder extraer conclusiones que aparentemente son sencillas ayuda a
la conexión entre el que ve y lo que se está viendo porque nunca se rompe el
flujo de pensamiento.
Es precisamente en esa casa donde nos vuelve a hablar Vermut de la
misma forma en qué lo hace previamente en casa de Ada (Elisabet Gelabert), la
mujer que pone en contacto a Bárbara con Oliver. La primera vez que las dos
mujeres se ven, Ada le dice a Bárbara que le gusta su nueva herida, la de su
frente, la que le acompaña toda la película. Y es eso lo que piensa el
espectador cuando se la hace. Pero ya volveré luego a ese momento. Lo que
relaciona el comentario de Ada con la casa de Oliver es que será allí donde
veamos a Bárbara desnuda, llena de cicatrices, de cortes, de heridas, y será
cuando pensemos cómo diablos nos puede sorprender esa imagen si es evidente que
se autolesione. Vermut parece decir «¡Espectador! ¡Te ha encantado esa
cicatriz de la frente de Bárbara y, sin embargo, te ha dolido su cuerpo
enteramente herido! ¡Bobo! ¿Cómo puede ser que no te hayas dado cuenta?».
Carlos Vermut parece tomar unos personajes totalmente
almodovarianos que nos sorprenden como lo hace el cuerpo de Bárbara cuando no
debería ser así por las cualidades que remarca el director de ellos: Ada, como
mujer lesbiana casada de una edad relativamente avanzada; Alicia, una niña con
leucemia con el pelo extremadamente corto y vestida de personaje de anime;
Oliver, un millonario en silla de ruedas; o Pepo (Javier Botet), el drogadicto
afectado por el Síndrome de Marfan –cosa que no se comenta en el film–. Lo que
quiero apuntar es que incluso en los personajes se detiene Vermut para decirle
al espectador que sí, que son particulares, pero que son más reales incluso que
los protagonistas.
Regresando a lo que decía antes, está claro que la escena en qué Bárbara se hace una brecha en la frente contra el espejo de su casa es una de
las motivaciones de toda la película. Es bellísimo verla sangrar, tirada en el
sofá, a punto de decidir suicidarse, mientras escucha Niña de fuego, una
canción que Manolo Caracol le cantaba a Lola Flores y que Vermut descubrió en
una versión de Pony Bravo –una muestra más del tremendo conocimiento de la
cultura pop del director–. Esa herida es la culpa, es la marca en la frente de
Caín por la que nadie pudo matarlo pero que supuso el martirio hasta su muerte.
Bárbara está marcada desde el inicio por algo que va a suceder. Cada una de las
marcas de su cuerpo simboliza la culpa de todo el mal cometido.
Es ahí donde se canta «mujer, que lloras y padeces, te ofrezco la
salvación». Ese es Damián cantándole a Bárbara, su antiguo profesor, al que
dejó en ridículo ante toda la clase, pero que ha estado toda la vida
obsesivamente enamorado de ella. Por eso la creerá cuando le dice que ha sido
Luís el que casi la mata. Y por eso decidirá matarlo a él. Y Luís cometerá el
fallo de reconocerle a Damián que Bárbara se acostó con él libremente. El viejo
profesor no puede soportar que su amada alumna, la que seguramente nunca le ha
dejado tocarla, se haya acostado con un cualquiera. Damián mata a Luís y al
dueño del bar y a un hombre que había allí viendo el fútbol… y a Alicia, para
salvarse a sí mismo de Bárbara, para que lo lleven de nuevo a la cárcel y
escapar de la niña de fuego que lo lleva martirizando toda la vida.
Porque llegamos a descubrir que la película no es más que una
historia que se repite, que Damián ya había estado en la cárcel. Intuimos que
por matar a otro hombre, quizás otro inocente que pasó por la vida de Bárbara y
que ella decidió que tenía que desaparecer. En la presentación de esta
neurótica vemos como su marido le dice que es una niña caprichosa y tonta. Si
el capricho de Alicia era un vestido, el de Bárbara es la destrucción de los
hombres que ella decida. Por si no hubieran suficientes paralelismos entre
Alicia y Bárbara y entre Luís y Damián, recordemos como la niña manda una carta
a la radio, dedicada a su padre, donde le dice que los hospitales le gustan
porque cuando despierta, su padre siempre está a su lado. Cuando Bárbara es
supuestamente apaleada en casa de Oliver, Damián es el que la encuentra, el que
la lleva al hospital y el que está a su lado cuando abre los ojos. Si Bárbara
estaba casi muerta en el rellano del edificio de Damián, también lo estaba
Alicia cuando se desmaya al empezar la película y Luís la encuentra tirada en
el suelo.
De principio a fin, la película queda hilada. La niña Bárbara
escribió en una nota que su profesor Damián daba pena. Él pide que se la
entregue pero la niña la hace desaparecer. O se esfuma, no lo sabemos. Al
final, Bárbara le pedirá a Damián que le entregue el móvil con la prueba de su
adulterio. Y este también lo desvanecerá. Es esa la niña mágica, la magical
girl. No sé si quiero expresarlo así pero aun cometiendo la culpa, Bárbara
queda salvada. Luís, que una vez encontró una pieza de puzle que correspondía a
uno que estaba armando Damián, es el que acaba sufriendo el peso de una Ley que
va más allá de la película. Por una sola pieza que se pierde, Damián desarma
todo su puzle como si su mundo se derrumbara. La última pieza nunca llega a
encajar, un elemento que queda suspendido para que el espectador pueda seguir
cavilando sobre lo que acaba de ver a pesar de estar sobrecogido por lo que se
le acaba de contar. Así debe ser el cine como objeto del arte, un puzle que
estalla justo antes de que lo hayamos armado.
Charlie W.
pim pam pum bocata de atun
ResponderEliminarUna obra de arte la peli y una obra de arte esta critica, enhorabuena
ResponderEliminarSos un fenomeno. Pedazo de pelicula que me impacto de principio a fin. Tiene personajes almodovarianas con atmosferas de Haneke. Un saludo y gran critica.
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Maravillosa crítica. Enhorabuena. El mejor análisis que jamás he leído sobre esta película. Y soy historiador de cine (y de cine negro/policiado español), algo sé de estas cosas.
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