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domingo, 1 de marzo de 2015

Birdman (o la inesperada virtud de lo anacrónico)

Si por algo se caracteriza la Posmodernidad es por su constante flujo de ironía. Alrededor de los años sesenta llegó un momento de colapso en el que aquellos que se dedicaban a la producción artística y cultural se quedaron sin argumentos para seguir trabajando. Los escritores perdieron el lenguaje, los músicos olvidaron los patrones clásicos, los pintores abandonaron la espiritualidad y los cineastas… Bueno, los cineastas llevaban tan poco tiempo en la “industria cultural” que se amoldaron a los gustos de su tiempo, yendo más allá de cualquier movimiento –sin obviar, claro está, los pequeños grupos de actores y directores que seguían un mismo estilo como la troupe de la nouvelle vague–. Así pues, para los años ochenta se habría aposentado en el mundo occidental un caldo de cultivo posmoderno del que ahora queda un sedimento enmohecido y pringoso del que somos incapaces de deshacernos. Ya en otro sitio hablé de esta Posmodernidad como el mal de nuestro tiempo y su tremendo anclaje que no permitía el surgimiento de algo nuevo, esa imposibilidad de crear una reformada sociedad cultural. Y la recién oscarizada Birdman (o la inesperada virtud de la ignorancia) es colaboradora de ello.

Si algo le reconozco a Alejandro González Iñárritu es la valentía para denunciar el mal espíritu de Hollywood desde el interior de la empresa. Pero dudo que se le haya premiado por ello. Vamos a ser claros: son los premios de la Academia. ¿Es capaz ésta misma de hacer autocrítica? Sólo hace falta escuchar el discurso de Patricia Arquette al recoger su galardón por Boyhood (otro despropósito) criticando la abismal diferencia de sueldo entre actores y actrices. Es cierto, la gala de los Oscar se convirtió en un escenario para la protesta pero no es lo que estaban premiando los académicos. Por tanto, no creo que Birdman haya sido reconocida como mejor película americana por ello. ¿Qué es, entonces, lo que la hace merecedora del premio? Haciendo uso de mi inesperada virtud de la ignorancia, puesto que sólo he visto la mitad de los trabajos que optaban a esta categoría, puede que fuera la única película a la que pudieran dárselo. No estoy diciendo con ello que el cine del 2015 de producción hollywoodiense haya sido malo. Pero habían nominadas a otras categorías que superaban con creces a las que optaban a mejor película. Cualquiera de las llamadas “de habla no inglesa” tiene más peso que Birdman y sus compañeras.



Vayamos ya al quid de la cuestión y dejémonos de academicismos. ¿Por qué hace un momento decía que la ganadora de cuatro Oscar de este año es colaboradora de anclarnos y no permitir un avance cultural? Los pilares en los que se asienta lo corroboran. Para empezar, si antes decía que la Posmodernidad es pura ironía, Birdman es un festival de ella. Michael Keaton interpreta a Riggan Thomson, un actor encasillado que intenta romper con su anterior papel de superhéroe anticuado para subirse al escenario con la dramaturgia de una obra de Raymond Carver del cual se sabe que su editor, Gordon Lish, prácticamente reescribió todos los cuentos de De qué hablamos cuando hablamos de amor. Así que el fracaso es intrínseco a la acción. Por si no fuera suficiente, en la obra interviene su novia, con la cual tiene serios problemas afectivos, y un supuesto actor de renombre interpretado por Edward Norton con el que tampoco es capaz de encajar y que acaba teniendo relaciones sexuales con la hija de Riggan. Vaya, que las incapacidades para consolidarse como “buen actor” son múltiples. Podría ser ello lo que resultara irónico, pero lo es más aún el hecho de incorporar la figura de una crítica que supuestamente debe destruir la obra y al final lo acaba encumbrando. ¿No quería usted, señor Iñárritu, cuestionar la voracidad de Estados Unidos para con sus actores?  ¿A qué viene ese momento de cuento de hadas en el que Riggan consigue un triunfo a partir de un trabajo que ya es un despropósito se mire por donde se mire? La realidad acaba superando a la ficción.



Si dejamos de lado el argumento y nos vamos a la parte técnica, ahí ya sí que podemos emborracharnos en lo irónico. Se nos habla de Birdman como la maestría de crear dos horas de película a través de un “falso plano secuencia”, la última innovación. ¿Qué es lo que debemos aplaudir, que se aproveche cualquier plano fijo, los fundidos a negro o la sobreexposición para crear un intervalo que rompe precisamente la secuencia de la película? Que yo recuerde, Tarkovski no dejó de filmar mientras la casa de Sacrificio ardía por completo, ni Kubrick pierde un según al pequeño Danny mientras va en su triciclo por los pasillos del hotel de El Resplandor, ni tan siquiera en el ya mítico episodio de la serie True Detective se detiene la secuencia. Sí, de acuerdo, Birdman dura dos horas y todo lo que he mencionado anteriormente no pasa de los diez minutos. Pero si no eres capaz de alcanzar tu propuesta, no la hagas. Y mucho menos la vendas como un logro. Resulta pretencioso.



Por tanto, ¿de qué hablo cuando hablo de lo anacrónico? Birdman está fuera de su tiempo. El premio a mejor guion original se lo hubiera merecido en los años cuarenta, cuando la sobreexplotación de los actores de Hollywood era criminal o en los ochenta, cuando sí era válida la ironía con la que se está tratando el tema. Claro que al inicio he dicho que los cineastas, con la llegada de la pérdida de argumentos, pudieron ser los únicos en hacer y deshacer a su antojo puesto que la corta carrera del cine se lo permitía. Pero con una base cultural con tanta tendencia a lo escatológico, no puedo decir más que basta. Esta Posmodernidad hay que matarla y premiar a Birdman como la mejor película del 2015 es como revolcarnos en la orilla hasta que se nos trague la mar. Por supuesto que Birdman no va a ser influencia de nada, es producto de consumo rápido para aquellos que quieran fardar de haber visto un cine que, por lo menos, se aleja de los tiros y los fracasos amorosos. Pero haciéndole creer a la gente que esto es el ahora, no se consigue más que una infantilización. Se supone que el cine, como todo arte, debe ser muestra de un “nosotros”. Si aceptamos que Birdman es así, quedamos pésimamente retratados, no sólo en cuanto a lo humano que aparece en la película, sino en el pensamiento que nos envuelve. No piensen que esta es una película que pueda ir más allá del entretenimiento. No lo es. «El trabajo cultural hecho en el pasado por dioses y sagas épicas es ahora hecho por anuncios de detergente y personajes de tiras cómicas». Esto mismo le dice un periodista a Riggan citando a Roland Barthes –irónicamente, uno de los mayores representantes de la Posmodernidad–. No se trata de volver a Homero, nada más lejos. Pero si seguimos en este ambiente de supuesta ingeniosa burla e infantilismo sórdido, no habrá nada más que decir.

Charlie W.

domingo, 5 de octubre de 2014

El arte de no hacer nada

A veces, cuando uno intenta adentrarse en un tipo de cine más complicado que la comedia romántica o la acción hollywoodiense, se siente desconcertado. Me viene a la mente, por ejemplo, Nostalghia (1983) del excepcional Tarkovski. En concreto, quiero dedicar este inicio a la escena con que se cierra la película: nueve minutos de plano secuencia en los que un poeta cruza una piscina vacía con la intención de llevar de un lado a otro una vela encendida. Dos intentos fallidos y un logro final. No vengo a hablar ni de Tarkovski, ni de Nostalghia, ni del débil Gorchakov –aunque podría pasarme horas haciéndolo–. A lo que me refiero es que hace falta una cierta educación previa antes de llegar a este tipo de obras de arte para no morir del aburrimiento y quedarnos con la idea de que nos la han colado y que nada tiene sentido. Pero, a veces, hay artistas que se aprovechan del desconocimiento general para engañar. Y el público, que sigue siendo tremendamente incauto, se lo acaba creyendo.


Hace unos días me llegó la noticia que comentaré a continuación. Agradezco, de antemano, a la gente que me envía estas cosas porque acaban siendo el germen de algunas entradas como esta. La cuestión es que la web de CBC, un diario online canadiense, publicaba lo siguiente: «Artista de Nueva York crea arte invisible y los coleccionistas pagan millones». La propuesta era tan simple que basta con leer las declaraciones de la supuesta artista, Lana Newstrom: «El arte habla de la imaginación y eso es lo que mi trabajo exige a la gente que interactúa con él. Deben imaginar que la pintura o la escultura está frente a ellos». Por si no quedaba suficientemente claro, la noticia iba acompañada de una imagen en la que se podía ver un grupo de personas fascinadas frente una pared vacía. Las redes sociales quedaron estupefactas y la noticia corrió a ritmos frenéticos, llegando a cada ordenador. Al final todo se resolvió: en la radio de CBC anunciaban que todo había sido una parodia pensada para un nuevo programa de humor. No llega ni mucho menos al nivel de Operación Palace de Jordi Évole pero debe reconocerse que es un puntazo.

Entusiastas del arte admiran las pinturas y esculturas de Newstrom
en la Schulberg Gallery en Nueva York
, según decía el pie de foto en la web de CBC
Ahora bien, a pesar de la sorpresa de miles de internautas, el enfado de algunos por los desorbitados precios de una obra invisible y los grupos de esnobs que son incapaces de reconocer lo estúpido de pagar millones por nada, podemos sacar una conclusión: el mundo es tremendamente ingenuo. ¿Cómo se puede recibir una noticia así, que sólo ocupaba un par de minutos leerla, y no buscar rápidamente más información en lugar de extenderla por las redes sociales? Me da rabia aceptar que dentro del arte contemporáneo hay mucho estafador y mucho sacacuartos que podría llevar a la práctica lo mismo que sucedía con esta broma. Y eso acaba provocando una mayor desconfianza por parte del público y una imposibilidad de conocimiento de lo que realmente es el arte actual.

La semana pasada explicaba lo poco que me había aportado la performance de Marina Abramović en la Serpentine Gallery. Después de ver lo sucedido me he dado cuenta de que Marina no quería que sucediera nada, que no es que yo no hubiera captado el sentido de la acción sino que no tenía sentido alguno. Daba igual cortar la audición del visitante, cerrar los ojos y callarse. Si la propuesta hubiera ido en el sentido contrario, haciendo que la gente corriera, chillara y diera saltos durante horas, el resultado habría sido el mismo: nada.

Andrea Fraser
Projection
2008
Todo esto me permite hablar de algo que me sucedió este verano en la Tate Modern y viene perfectamente a colación. Me adentré en una sala en la que se proyectaba un vídeo de Andrea Fraser en el que ella, sentada, se dirigía al espectador y narraba experiencias vitales. Yo me coloqué en la pared opuesta a la imagen, de pie, dejando libres los taburetes centrales. Al poco rato, la proyección se apagó pero el audio continuaba. Así que supuse que aquello no había terminado. Seguidamente, entraron unos ancianos que fueron directos a sentarse y se quedaron mirándome. Aluciné. No quise decirles que la proyección empezaría en la otra pantalla. Me quedé petrificado. Y ellos allí se quedaron un buen rato, mirando y sin decirme nada. Cuando por fin se fueron, yo esperé unos segundos y justo cuando me di la vuelta para irme, vi que la proyección estaba ahora en mi lugar. Me había pasado unos diez minutos allí quieto con Andrea Fraser hablando encima de mi cuerpo.


Dejando a un lado lo estúpido que me sentí en aquel momento y la cantidad de salas por las que pasé corriendo para no mezclarme con el grupo de ancianos, todavía sigo dándole vueltas a una cosa: ¿llegaron a pensar que yo era parte de todo aquello? En ningún momento nadie me dijo nada. Yo era consciente de que me miraban porque pensaban que era parte de la instalación pero tiene mucho más sentido porque la proyección me estaba iluminando. Con esto no me las quiero dar de obra de arte, suficiente vergüenza voy a arrastrar el resto de mi vida. ¿Se hubieran sentido estúpidos aquellos ancianos si yo hubiera decidido marcharme, descubriendo que lo que ellos pensaban que formaba parte de la sala tan sólo era un tipo despistado?  Al mismo tiempo, ¿cuán estúpidos no se habrán sentido los que, creyendo que la propuesta de Lana Newstrom tiene una cierta lógica y realmente su obra debe tener un elevado precio, no es más que una burla? La sociedad dejará de ser engañada en el momento en que ponga fin al arte de no hacer nada.


Charlie W.