Si por algo se
caracteriza la Posmodernidad es por su constante flujo de ironía. Alrededor de
los años sesenta llegó un momento de colapso en el que aquellos que se
dedicaban a la producción artística y cultural se quedaron sin argumentos para
seguir trabajando. Los escritores perdieron el lenguaje, los músicos olvidaron
los patrones clásicos, los pintores abandonaron la espiritualidad y los
cineastas… Bueno, los cineastas llevaban tan poco tiempo en la “industria
cultural” que se amoldaron a los gustos de su tiempo, yendo más allá de
cualquier movimiento –sin obviar, claro está, los pequeños grupos de actores y
directores que seguían un mismo estilo como la troupe de la nouvelle
vague–. Así pues, para los años ochenta se habría aposentado en el mundo
occidental un caldo de cultivo posmoderno del que ahora queda un sedimento
enmohecido y pringoso del que somos incapaces de deshacernos. Ya en otro sitio
hablé de esta Posmodernidad como el mal de nuestro tiempo y su tremendo anclaje
que no permitía el surgimiento de algo nuevo, esa imposibilidad de crear una
reformada sociedad cultural. Y la recién oscarizada Birdman (o la inesperada
virtud de la ignorancia) es colaboradora de ello.
Si algo le
reconozco a Alejandro González Iñárritu es la valentía para denunciar el mal
espíritu de Hollywood desde el interior de la empresa. Pero dudo que se le haya
premiado por ello. Vamos a ser claros: son los premios de la Academia. ¿Es capaz
ésta misma de hacer autocrítica? Sólo hace falta escuchar el discurso de
Patricia Arquette al recoger su galardón por Boyhood (otro
despropósito) criticando la abismal diferencia de sueldo entre actores y
actrices. Es cierto, la gala de los Oscar se convirtió en un escenario para la
protesta pero no es lo que estaban premiando los académicos. Por tanto, no creo
que Birdman haya sido reconocida como mejor película americana por ello. ¿Qué es,
entonces, lo que la hace merecedora del premio? Haciendo uso de mi inesperada
virtud de la ignorancia, puesto que sólo he visto la mitad de los trabajos
que optaban a esta categoría, puede que fuera la única película a la que
pudieran dárselo. No estoy diciendo con ello que el cine del 2015 de producción
hollywoodiense haya sido malo. Pero habían nominadas a otras categorías que
superaban con creces a las que optaban a mejor película. Cualquiera de las
llamadas “de habla no inglesa” tiene más peso que Birdman y sus
compañeras.
Vayamos ya al quid
de la cuestión y dejémonos de academicismos. ¿Por qué hace un momento decía que
la ganadora de cuatro Oscar de este año es colaboradora de anclarnos y no
permitir un avance cultural? Los pilares en los que se asienta lo corroboran.
Para empezar, si antes decía que la Posmodernidad es pura ironía, Birdman es
un festival de ella. Michael Keaton interpreta a Riggan Thomson, un actor encasillado que
intenta romper con su anterior papel de superhéroe anticuado para subirse al
escenario con la dramaturgia de una obra de Raymond Carver –del cual se sabe
que su editor, Gordon Lish, prácticamente reescribió todos los cuentos de De
qué hablamos cuando hablamos de amor–. Así que el fracaso es intrínseco a la
acción. Por si no fuera suficiente, en la obra interviene su novia, con la cual
tiene serios problemas afectivos, y un supuesto actor de renombre interpretado
por Edward Norton con el que tampoco es capaz de encajar y que acaba teniendo
relaciones sexuales con la hija de Riggan. Vaya, que las incapacidades para consolidarse
como “buen actor” son múltiples. Podría ser ello lo que resultara irónico, pero
lo es más aún el hecho de incorporar la figura de una crítica que supuestamente
debe destruir la obra y al final lo acaba encumbrando. ¿No quería
usted, señor Iñárritu, cuestionar la voracidad de Estados Unidos para con sus
actores? ¿A qué viene ese momento de
cuento de hadas en el que Riggan consigue un triunfo a partir de un trabajo que
ya es un despropósito se mire por donde se mire? La realidad acaba superando a
la ficción.
Si dejamos de
lado el argumento y nos vamos a la parte técnica, ahí ya sí que podemos
emborracharnos en lo irónico. Se nos habla de Birdman como la maestría
de crear dos horas de película a través de un “falso plano secuencia”, la
última innovación. ¿Qué es lo que debemos aplaudir, que se aproveche cualquier
plano fijo, los fundidos a negro o la sobreexposición para crear un intervalo
que rompe precisamente la secuencia de la película? Que yo recuerde, Tarkovski no dejó de filmar mientras la casa de Sacrificio ardía por completo, ni
Kubrick pierde un según al pequeño Danny mientras va en su triciclo por los
pasillos del hotel de El Resplandor, ni tan siquiera en el ya mítico
episodio de la serie True Detective se detiene la secuencia. Sí, de acuerdo, Birdman dura
dos horas y todo lo que he mencionado anteriormente no pasa de los diez
minutos. Pero si no eres capaz de alcanzar tu propuesta, no la hagas. Y mucho
menos la vendas como un logro. Resulta pretencioso.
Por
tanto, ¿de qué hablo cuando hablo de lo anacrónico? Birdman está fuera
de su tiempo. El premio a mejor guion original se lo hubiera merecido en los
años cuarenta, cuando la sobreexplotación de los actores de Hollywood era
criminal o en los ochenta, cuando sí era válida la ironía con la que se está
tratando el tema. Claro que al inicio he dicho que los cineastas, con la
llegada de la pérdida de argumentos, pudieron ser los únicos en hacer y
deshacer a su antojo puesto que la corta carrera del cine se lo permitía. Pero
con una base cultural con tanta tendencia a lo escatológico, no puedo decir más
que basta. Esta Posmodernidad hay que matarla y premiar a Birdman como
la mejor película del 2015 es como revolcarnos en la orilla hasta que se nos
trague la mar. Por supuesto que Birdman no va a ser influencia de nada,
es producto de consumo rápido para aquellos que quieran fardar de haber visto
un cine que, por lo menos, se aleja de los tiros y los fracasos amorosos. Pero
haciéndole creer a la gente que esto es el ahora, no se consigue más que una
infantilización. Se supone que el cine, como todo arte, debe ser muestra de un “nosotros”.
Si aceptamos que Birdman es así, quedamos pésimamente retratados, no
sólo en cuanto a lo humano que aparece en la película, sino en el pensamiento
que nos envuelve. No piensen que esta es una película que pueda ir más allá del
entretenimiento. No lo es. «El trabajo cultural hecho en el pasado por dioses y
sagas épicas es ahora hecho por anuncios de detergente y personajes de tiras
cómicas». Esto mismo le dice un periodista a Riggan citando a Roland Barthes
–irónicamente, uno de los mayores representantes de la Posmodernidad–. No se
trata de volver a Homero, nada más lejos. Pero si seguimos en este ambiente de
supuesta ingeniosa burla e infantilismo sórdido, no habrá nada más que decir.
Charlie W.