domingo, 18 de enero de 2015

Los grandes ojos de MARGARET KEANE

Antes del estreno de Big Eyes, la obra de Margaret Keane era totalmente desconocida entre el gran público. Pero como pasa siempre en estos casos, el aluvión de cuadros de la artista que se están compartiendo en las redes sociales es imparable. Aborrezco que algo que entra en la moda pueda destruir las conexiones establecidas en un reducido grupo. Pero la cultura de masas es así. Los que ya conocíamos a Margaret veremos engullida una parte de nosotros por todos los que inicien su andadura de adoración por ella. A pesar de esto, me siento impulsado a dedicarle algunas palabras y acercar su obra y su persona a los que aún no la conozcan.

Muchos la consideran la reina del mal gusto. Supongo que es necesario sacudirse la caspa del academicismo y estar abierto a lo que cualquiera puede ofrecernos. Es agotador debatir con un culturilla de tres al cuarto sobre qué es el arte y qué no lo es. Si usted considera que lo que hacía Margaret Keane es basura, adelante, aparte la mirada y dedíquese a otra cosa. Pero para los que se sientan cautivados por su trabajo y quieran escuchar algo real, deben saber que fue capaz de permitir que sus profundidades visceralmente sensibles se vertieran en un ambiente pop, dos entidades, en principio, opuestas. Sus imágenes fueron tan potentes que influenciarían a artistas posteriores como Hsiao-Ron Cheng, Vicki Berndt, Korehiko Hino y Mark Ryden –del cual podéis encontrar una entrada dedicada a él en este blog–.

La característica básica de la obra de Margaret Keane que llega a los artistas citados anteriormente son los niños de ojos grandes. Es un tópico que se repite ad aeternum. Pueden ser una representación de cuerpo entero, un retrato o incluso únicamente sus ojos. Quizás están llorando o sus ojos están secos. Alguna vez acompañados de otros niños o de animales. Pero siempre con ese semblante serio, aunque incluso los más tristes parecen ajenos al dolor que sienten. A pesar de que uno intente dar una interpretación que se aleje del psicoanálisis, la propia artista afirmó en su autobiografía que ella era como esos niños. Nacida en el seno de una familia tradicional y religiosa estadounidense, Margaret Keane se preguntaba sobre el sentido de la vida y la existencia de Dios. ¿Por qué el gran bondadoso permitía la pena, la angustia, el dolor y la muerte? Esas dudas se reflejaban en los ojos de cada niño de Margaret. Sería su acercamiento a los Testigos de Jehová lo que le daría una nueva visión del mundo y una sonrisa en los rostros de sus pinturas. Pero para llegar a ello, hay que pasar por un tema central en su vida, en lo que ha querido fijarse Tim Burton al hacer su película.

Margaret Keane
The Stray
c. 1960

A finales de los años 50, Walter Keane aparecería en la vida de Margaret. Su voluntad por ser artista le había llevado a falsificar malos cuadros paisajistas que le llegaban desde París. Se casó con Margaret al poco tiempo de conocerla y consiguió engañarla para atribuirse su obra. Así consiguieron montar un imperio en el que entraba en juego la reproductibilidad de la obra de arte. La gente empezó a acceder a los cuadros de Keane a través de carteles baratos porque los precios les impedían comprar un original. Cuentan que Andy Warhol se influenció de esta técnica para poder vender masivamente sus serigrafías. Pero ambos artistas son tan paralelos en el tiempo que yo opto por pensar que la expansión de sus obras de forma similar fue, más bien, un hecho casual. Eso sí, el fundador de la Factory siempre consideró que la obra de Walter Keane era brillante. Y es que el marido de la verdadera artista se pasó 30 años vendiendo los cuadros como si fueran suyos, hasta que en 1986 se pudo demostrar la mentira.

Margaret Keane
Tomorrow Forever
1964

Algo que se explica en la película y que yo desconocía por completo, es el doble discurso o la bifurcación expresiva que Margaret desarrolló durante su matrimonio con Walter. Ya que todo el mérito se lo llevaba él por esos niños de ojos grandes, Margaret empezó a crear una obra secundaria, más madura, en la que su autorretrato queda patente. Sus rostros se vuelven más alargados, sus ojos toman una forma elíptica y los personajes acostumbran a ser mujeres que aparentan tener unos cuarenta años. Si hasta el momento sus niñas podían ser bailarinas de Degas y tahitianas de Gauguin, sus mujeres eran toda una influencia de Modigliani. Porque si algo tuvo Margaret Keane, a pesar de un gran número de detractores, es educación artística. Más de uno puede estremecerse con sólo pensar que puede haber algún punto en común entre los grandes artistas de final y principio de siglo y esta ama de casa americana. Pero sólo hace falta unir una de estas mujeres de Keane con una de las de Modigliani. Por no hablar de la mirada de realismo que hace Margaret con los niños agarrándose a los marcos del cuadro y las lágrimas resbalando por fuera del lienzo.

Margaret Keane
Sin título
c. 1960

A pesar de cuánto se aprovechó Walter de su mujer, ella siempre ha reconocido que su fama vino gracias a él. A principios de los 60 era muy raro que una mujer destacara en el mundo del arte, y más haciendo algo tan antiacademicista como lo que pintaba Margaret. Ante todo, sobre ella dominaba la mentalidad tradicional: si su marido creía que cederle el mérito era bueno para ellos, no había nada que discutir. Él le prometió una estabilidad, una casa, un lugar donde poder pintar y una seguridad para su hija. Todo se cumplió. A costa del silencio de Margaret.

Margaret y Walter Keane, fotografiados juntos en 1963

Lo siniestro constituye condición y límite de lo bello, que diría Eugenio Trías. Esto es lo que yo veo en la obra de Margaret Keane. Los ojos de sus niños son un límite entre lo bello y lo siniestro. La belleza que inspiran, esa bondad plástica que sale del cuadro e impulsa la necesidad de protegerlos roza con una mirada vacía, profunda, a veces húmeda, oscura, acompañada de un rostro gélido. Cada niño es testimonio de un dolor profundo, de una duda no resuelta, de un temor a lo desconocido, de una angustia insufrible. Esos grandes ojos son un grito de auxilio de una mujer quebrantada.


Charlie W.

domingo, 11 de enero de 2015

Monumento al ser humano

Por suerte o por desgracia, estas Navidades tuve la ocasión de visitar la ciudad de Toulouse. La verdad es que no hay gran cosa por hacer allí: abundan los monumentos y edificios sin gracia, el ambiente es nulo y las actividades de ocio escasean. Pero si en algo tuve suerte fue en pisar el Museo de Arte Moderno y Contemporáneo Les Abattoirs. Había planificado mi visita al centro mucho antes de llegar a la ciudad, pensando que, al margen de las exposiciones temporales, habría una colección propia que podía ser interesante. Ni rastro. Pero lo que pude contemplar me ha nutrido como para poder escribir algo que, a día de hoy, es terriblemente latente: la era del ser humano y la lucha de éste por dominar tanto el planeta como a sí mismo.

En la planta baja del museo se disponía la exposición que hace de punto de partida al tema que hoy me ocupa: Anthropocène Monument. El nombre alude al concepto de Antropoceno, un nuevo periodo terrestre que los geólogos empezaron a utilizar en el siglo XX para hablar de la época en que la acción de los humanos en la Tierra ha provocado cambios considerables en ella. Algunos sitúan el inicio en la Revolución Industrial pero otros lo remontan aún más allá, con el nacimiento de la agricultura. Sea como fuere, se considera que en la era del Antropoceno los humanos han provocado el calentamiento global y la desforestación de los bosques, frenando el proceso natural de desarrollo planetario. Es la manida idea de que estamos abocados al desastre y que lo más factible es que seamos nosotros mismos los que nos destruyamos unos a otros. Es por ello que el Projet pour un monument à l’Anthropocène de Lise Autogena y Joshua Portway era una de las piezas más adecuadas de la exposición. En el suelo se repartían miles de gránulos negros formando círculos. El olor que desprendían era muy peculiar. En la pared, un televisor mostraba la imagen de esos gránulos en movimiento. Era la grabación del momento en que se había instalado la obra. Miles de hormigas habían sido colocadas juntas y su proceso natural, guiarse a través de las feromonas, las había hecho seguirse hasta la muerte. Lo que quedaba allí era la devastación de una colonia. Es la más minúscula metáfora del futuro del ser humano.

Lise Autogena & Joshua Portway
Projet pour un monument à l'Anthropocène
2014

Por raro que parezca, encontré un hilo argumental que se alejaba de esa exposición y se adentraba en otra llamada Extraits et extractions, en el mismo museo. En cierta manera hay una relación entre las dos, puesto que aquí se mostraban trabajos de artistas que recreaban su entorno y en la otra se hablaba del entorno mismo en relación con el ser humano. Pero mi percepción se detuvo en algo hacia donde no se habían dirigido los comisarios. O, por lo menos, a mí no me llegó esa sensación. Se dio la casualidad que entré en una sala donde se encontraba una instalación de un autor que yo ya había visto hace tres años en el CaixaForum de Barcelona: Leaving (with four half-turns) de Anthony McCall. Un rayo de luz atravesaba una sala oscura proyectando sobre un muro un círculo que iba cambiando de forma. Todo el espacio estaba envuelto en una niebla con un olor difícil de describir. No era desagradable pero sí mataba cualquier otra percepción a través de la nariz. La propuesta del artista es que el visitante se mezcle con el rayo de luz para crear sombras sobre la pared, cambiando sus sólidas esculturas lumínicas. Al no haber nadie en la sala, pude quedarme contemplando como cambiaba el círculo, sin intervenir sobre él. Así descubrí que hay un sentido mucho más metafísico de la obra. La absoluta oscuridad provoca que la representación de la figura traspase los ojos del espectador y se proyecte en la mente de este. Quedando todos los sentidos anulados, una persona sola en la sala puede llegar a un grado de meditación en el que la figura de luz le lleve a un estado ascético. ¿Dónde encuentro el hilo argumental con la otra obra? En que, mientras que las hormigas eran múltiples seres que podían representar a los humanos, con una gran necesidad física y una unión a través de las feromonas, aquí, aquel que entra en la sala, si está sólo, puede dedicarse a sí mismo, saliendo incluso de su propio cuerpo, olvidándose del mundo físico.

Anthony McCall
Leaving (with four half-turns)
2011
Esta misma exposición concluía con otra instalación que pretendía transportar al espectador al fin del mundo. Marulho, de Cildo Meireles, era una pasarela de madera sobre un mar de hojas azules de revista donde se escucha constantemente el concepto “mar de fondo” en cincuenta lenguas, como si fuera el sonido de las olas, con un fuerte sentido babélico. En el folleto de la exposición utilizan unas palabras del poeta Edouard Glissant que vienen a decir que la resaca del mar acaba enloqueciendo a cualquiera con tanto ir y venir. Podría ser la conclusión perfecta de un recorrido desde la masa social hasta el alejamiento del individuo. La locura, al igual que la muerte, es la que acaba llevando a la pérdida de conciencia del ser. Pero la instalación no es suficientemente buena como para meter al espectador en ese ir y venir que pueda despedazar su conciencia. Habría sido una auténtica sorpresa encontrar la recreación de un mar verdadero, dejando de lado las metáforas.

Cildo Meireles
Marulho
1991
¿Es un fracaso, pues, el discurso que he intentado elaborar? Seguramente. Hormigas muriendo masivamente como si se tratara de un conflicto bélico, el ser que sale de sí mismo y queda como continente a disposición de cualquiera que pueda llenarlo y la locura, la desaparición del individuo o la metamorfosis de éste en otro. Colectiva o individualmente, parece que estamos abocados a la destrucción. El supuesto periodo antropocénico en que vivimos puede que sea el último que vean los seres humanos. La necesidad de crear un monumento que se refiera a nosotros sólo refleja la obsesión por dejar constancia de un tiempo que ya está pasando y que cada vez tiene más cercano su fin. Ese es el mal de la era del ser humano.


Charlie W.  

Las imágenes utilizadas en esta entrada han sido extraídas del Tumblr de Les Abattoirs, razón por la que su calidad no es la deseable. La dificultad de encontrar buenas fotografías para ilustrar mi discurso me ha obligado a ello.